martes, 13 de marzo de 2007

Violencia de género en las familias

Aparentemente creciente, muchas veces considerada un fenómeno de la modernidad, la violencia doméstica deja de ser un tema exclusivo del mundo privado y se torna un asunto público en donde cabe acción e intervención pública. Será la violencia doméstica que ha crecido o el número de notificaciones y accesos a servicios de atención al tema?
“Notificar” desciende de la misma raíz de “notar”, “darse cuenta” y para darse cuenta es necesario conocer, saber, ver. Mucho por viejos y arraigados paradigmas pero también por desconocimiento, la violencia doméstica ha sido durante siglos algo común, aceptado y oculto dentro de los muros que cercan el ambiente privado de las familias.
En las últimas décadas, en parte fruto de la provocación de los movimientos feministas y de derechos humanos, estudios en las áreas de salud, economía, además de las ciencias sociales, han aportado con conclusiones científicas a la percepción de su existencia y a la necesidad de combatir la violencia intrafamiliar y evitar sus consecuencias nefastas en el desarrollo humano y social. No es el “fenómeno” que ha crecido y si su reconocimiento.

Violencia intrafamiliar

Violencia: “acción de utilizar la fuerza y la intimidación para conseguir algo”.
Diccionario de español en versión electrónica del periódico El Mundo, Madrid/ España

Definir la violencia no es tan sencillo como lo demuestra el diccionario. Según Padilla (2006) diversos autores están de acuerdo en definir violencia en las relaciones interpersonales como “el ejercicio del poder mediante el uso de la fuerza – ya sea física, sexual, verbal, emocional, económica o política – que afecta de manera negativa la integridad física o psicológica de la otra persona” (Padilla, 2006:15).
Para efectos de este artículo consideraremos la definición de Corsi (2006) sobre violencia familiar o violencia intrafamiliar: “todas las formas de abuso de poder que se desarrollan en el contexto de las relaciones familiares y que ocasionan diversos niveles de daño a las victimas de esos abusos”. Esto no delimita como campo de ocurrencia el espacio físico del hogar.
Corsi hace una importante diferenciación entre violencia doméstica y familiar delimitando la primera a las relaciones de género en los espacios domésticos, pudiendo ser asociada a la relaciones con parejas con o sin convivencia, con ex-parejas o relación de noviazgo y la segunda a las relaciones familiares que incluyen también violencia generacional. (Corsi, 2006: 18).
Las principales víctimas de la violencia intrafamiliar son las mujeres, las niñas, los niños, las/os adultas/os mayores.
En 2005 el Instituto Salvadoreño de Desarrollo de la Mujer (ISDEMU) presento los resultados de un trabajo de atención integral y confidencial a personas víctimas de violencia, a través del Programa de Saneamiento de la Relación Familiar (PSRF). Los resultados abarcan el segundo semestre del 2004 al primer del 2005 y corresponden a un total de 8,305 denuncias por violencia intrafamiliar, maltrato a la niñez, agresión sexual, anexo al expediente y orientación. Del total de denuncias 54.26% son de violencia intrafamiliar, donde 93.23% corresponde a mujeres y 6.77% corresponde a hombres. 32.59% del total de denuncias corresponde a maltrato a la niñez y 7.98% corresponde a agresión sexual.
En los casos de maltrato a la niñez, los principales agresores son las madres y padres: en el caso de las niñas, 39 % de las denuncias apuntaron como agresora a sus madres y 34 % a sus padres. En el caso de los niños 44 % de los malos tratos tuvieron origen en sus madres y 40 % en sus padres. Estos datos son inquietantes en especial dentro de un universo parejo en la cantidad de denuncias por parte de niñas y niños (1.03:1). En el caso de los niños, 84% de los malos tratos tienen origen en los progenitores, mientras que para las niñas el 73 %. En el caso de las niñas existe la presencia de un agresor adicional: compañero, ex – compañero o novio que son responsables por 8 % de las denuncias. Aquí se encuentran dos realidades importantes: las uniones tempranas y la perpetuidad de relaciones de sumisión de las mujeres en relación a sus parejas que expone niñas a la violencia de sus compañeros en temprana edad.

Nota: en este estudio se muestra irrelevante la incidencia de violencia hacia niñas y niños trabajadoras/es domésticos. Se sabe que la realidad en América Latina no es exactamente esta, lo pide urgencia en su estudio, visibilidad y enfrentamiento.

En la violencia de género dentro de las familias, el mismo estudio ofrece datos interesantes. Los principales agresores de las mujeres son esposos, compañeros o ex -compañeros (78 % de las agresiones donde las mujeres fueron las denunciantes). Cuando los denunciantes son los hombres, aunque sus compañeras aparecen en mayor proporción (58 %) se percibe que existen otros agentes victimarios, como padres e hijos(as) que suman 18 %.
Para este trabajo es fundamental resaltar que en los resultados apuntados por ISDEMU, el 80.04% del total de las denuncias corresponden a mujeres y 19.96% corresponden a hombres. Equivale a decir en números relativos que, para cada denuncia realizada por un hombre, existen 14 concretadas por mujeres. Es lógico que nos preguntemos si esta es la expresión de la realidad, no solo en el universo atendido/investigado por ISDEMU en El Salvador, pero para toda América Latina. Muchas variables de las cuales no se consiguen datos en diferentes investigaciones en cantidad y calidad suficientes, podrían mostrar otros resultados: No todas las situaciones de violencia llegan a ser denunciadas, no todas son registradas. Hombres víctimas de violencia por parte de mujeres tienen resistencia en llegar a algún servicio oficial, fruto de la misma cultura que genera la violencia hacia la mujer. Otras variables ofrecen una multiplicidad de realidades: el contexto socio-cultural, clase social, educación, edad, etnia, religión y sistema de creencias, entre otros, influyen en las formas como se desarrolla la violencia dentro de las familias, en como se percibe o no y en las estrategias de enfrentamiento. Además, no todos los países o localidades tienen servicios de atención, de registro y reunión de datos en condiciones de promover investigaciones que entrelacen variables a punto de ofrecer una visión más realista de cada situación. Según datos de UNICEF (2006) desde 1995, sólo 38 países del mundo han realizado por lo menos un estudio nacional sobre la violencia contra las mujeres. Otros 30 países han elaborado estudios que abarcan al menos partes del país (UNICEF, 2006: 83)

Violencia doméstica y desigualdad de género dentro de las familias

Aunque existan datos relevantes sobre la violencia practicada por las madres para con hijas e hijos y de hijos e hijas para con las/os adultos responsables, en este artículo nos dedicaremos a la violencia de género vivida entre la pareja y sus repercusiones en el ambiente familiar y público, incluso la que envuelve a niñas y sus compañeros o novios.
Podemos definir la violencia de género según Padilla (2006) “como todos los actos de agresión física, sexual y emocional, que se desarrollan en un contexto de desequilibrio de poder basado en la manera como se construyen los géneros en nuestra sociedad, a través de los cuales quien detenta el mayor poder busca doblegar la voluntad del otro u otra para mantener el ejercicio de ese poder cuando encuentra resistencia”. (Padilla, 2006: 17) Para Corsi (2006) hablar de violencia de género es hablar de “todas las formas mediante las cuales se intenta perpetuar el sistema de jerarquías impuesto por la cultura patriarcal”. (Corsi, 2006: 17)
Aquí cabe resaltar que las prácticas de hombres y mujeres siguiendo normas y valores desde la cultura patriarcal “hace que no sea necesario ser varón para ser machista, porque el machismo no es un atributo personal sino una forma de relacionarse”. De hecho encontramos hogares con total ausencia de hombres que se organizan bajo el signo del machismo. (Padilla, 2006: 18)
Así, violencia de género no se restringe a la violencia del hombre hacia la mujer – aunque sean más frecuentes. Es más bien, toda forma de violencia practicada en las relaciones de género y que considera también la violencia desde la mujer para con el hombre, entre mujeres o entre hombres.
Aunque no sean los únicos (existen muy pocas investigaciones sobre la violencia de mujeres hacia los hombres), son los hombres que practican en mayor proporción la violencia en relación a su pareja. La violencia contra la mujer no es prerrogativa de los espacios privados e íntimos de las relaciones familiares, pero será en este ámbito que centraremos nuestra atención, incluyendo las vividas en las relaciones de afecto entre novios y con ex compañeros/as.
En pleno siglo XXI, con los avances de la defensa de los derechos de la persona humana, la modernidad que aporta con facilidades en los procesos de individuación, la puesta del tema en las agendas públicas por los movimientos feministas y de mujeres y los avances conseguidos (leyes, servicios, investigaciones, etc.), aún vivimos en un sistema andro-céntrico que considera a la mujer en una posición de subordinación y sumisión en relación al hombre y que se sostiene en modelos cristalizados culturalmente construidos y transmitidos con la ayuda de diferentes frentes (medios, escuela, religión, etc.) que junto con las familias perpetúan la desigualdad. Corsi afirma que, a pesar de los esfuerzos para promover nuevas formas de ser más igualitarias, un vasto sistema de creencias, sostenido por amplios sectores de la población, soporta “la noción de que un hombre tiene el derecho y la obligación de imponer medidas disciplinarias para controlar el comportamiento de quienes están a su cargo”. (Corsi, 2006:20)
Dentro de las más persistentes convicciones, se encuentran:
• “que las mujeres son inferiores a los hombres;
• que el hombre es el jefe del hogar;
• que el hombre tiene derechos de propiedad sobre la mujer y los hijos;
• que la privacidad del hogar debe ser defendida de las regulaciones externas.” (Corsi, 2006:20)

Del dicho al hecho: lo popular y lo institucional que mantiene el “orden”

Por toda América Latina, dichos populares contribuyen para que se considere la violencia del marido/compañero hacia ‘su mujer”como algo natural y privado:
“Porque te quiero te aporreo” (Ecuador)
“Si pega, marido es” (Ecuador)
“Los trapos sucios se lavan en casa” (Argentina)
“Más me pegas, más me quieres” (Perú)
“Entre marido y mujer, nadie se puede meter”
“Llanto de mujer, engaño es”
“La mujer, el pescao y el marrano se comen con la mano”(Colombia)
“Em briga de marido e mulher, ninguém mete a colher” (Brasil).
“É mulher de malandro” – para decir que “le gusta que le peguen” (Brasil)
Por otro lado, frente a una situación de violencia doméstica, “los de afuera” se permiten conclusiones que no contribuyen para el cambio ni ofrecen soporte para la situación específica, es más, sirven como una “camada de protección” para la omisión y el descaso: “a esa le gusta que le peguen, por eso no quiere ver al marido preso”, por ejemplo.
Padilla (2006) dice que al conversar con mujeres peruanas que se acercaban a los centros de atención (CEM – Centros de Emergencia Mujer) para pedir asesoría en sus situaciones de violencia en pareja, muchas manifestaban no desear que sus compañeros fueran presos y si que detuvieran la violencia (Padilla, 2006:12), que cambiaran sus maneras de relacionarse. Estas mujeres no querían deshacerse de sus parejas y tampoco continuar con la violencia. Si los servicios de ayuda le ofrecen como alternativas únicas o la prisión de su compañero para dar fin a la violencia o la aceptación de la violencia para no perder su compañero, no será difícil que la mujer opte por permanecer con su compañero violento.
Será que los servicios de protección a las mujeres víctimas de violencia realmente escuchan al público que atienden? Se podrá justificar, caso la elección sea por “su marido”, que esa mujer “no quiso ayuda”?
Diversos servicios de atención a las mujeres victimas de violencia están organizados para ofrecer protección y cuidado (en general junto a sus hijos e hijas) exclusivamente a víctimas: presentar denuncias formales ante la justicia dando apoyo jurídico y demás acciones de empoderamiento de las mujeres como darles a conocer sus derechos, apoyo psicológico, entre otras, además de ofrecer alternativas de subsistencia – ya que en muchos de los casos el agresor es también principal proveedor del hogar. Este “empoderamiento” de la mujer podrá ofrecer elementos que le ayuden a terminar con su situación de violencia, dándole condiciones de romper con su relación de dependencia con el agresor, muchas veces más de orden económica que psicológica, tanto la dependencia cuanto la ayuda.
Como consecuencia positiva y de corto plazo, se puede llegar a obtener la autonomía económica de la mujer, la salida del agresor del núcleo familiar, el fin de la relación de pareja y de la violencia. Aunque sabemos bien que la efectiva y definitiva salida del agresor no es una realidad muy fácil de concretar.
Como consecuencias a mediano y largo plazos, podemos encontrar:
 La construcción de una nueva familia/ llegada de otro hombre, muchas veces violento, ya que en general la insuficiencia (especificidad, tiempo, disponibilidad) de los servicios en salud mental no ofrecen oportunidades para que las mujeres reconfiguren nuevos “modelos de compañeros”;
 Nuevas situaciones de violencia para con niñas, niños y adolescentes que no son hijas o hijos del nuevo compañero;
 Violencias de género en la nueva pareja;
 El primer compañero construyendo nueva pareja y repitiendo el modelo relacional que conoce y no tuvo oportunidad de reconfigurar;
 Debilitación de vínculos entre padres e hijas e hijos y
 Referentes “tóxicos” para niñas y niños, futuras madres y padres.
Porque? Recuperemos las solicitaciones de muchas de las mujeres que acudían a los CEM, mencionadas por Padilla (2006):
Que buscaban estas mujeres?
1. terminar con la situación de violencia, y
2. continuar con sus maridos/compañeros
No todas las mujeres víctimas de violencia desean continuar con sus parejas, pero hay un punto vital que estamos dejando de lado, que se encuentra en el reclamo de algunas, si no muchas de estas mujeres y que podría cambiar no solo la realidad de ellas: los hombres necesitan modificar sus estilos al relacionarse dejando de lado a la violencia como una salida.
Que ocurre con el agresor que es apartado de la familia por la ley y/o por su compañera? Tiene posibilidad de pensar, de reconfigurar su forma de ser o mismo llegar a entenderla? Que se hace necesario para tal?
Miguel Ángel Ramos Padilla en su libro “Masculinidades y violencia conyugal” cuenta dos experiencias como visitante de talleres donde acudían hombres que practicaban violencia hacia sus compañeras, en diferentes países de América Latina y aporta constataciones importantes. Como invitado de un taller en Chile se sorprende al escuchar de los hombres presentes – enviados al servicio por la justicia en razón de la violencia intrafamiliar practicada - que se referían de manera muy cariñosa a sus parejas e hijos y más aún al ver que “todos condenaban la violencia hacia la mujer”, lo que nos invita a pensar, que es que puede generar tanta contradicción entre discurso y práctica?.
En la segunda experiencia, en ciudad de México, en un modelo diferente de intervención que incidía fundamentalmente en el aspecto cognitivo (identificación y expresión de emociones para la percepción y desmitificación de creencias machistas), conoció historias personales “cargadas de deseos de control y poder, las cuales estaban mezcladas con trayectorias de mucho mal estar y dolor”. Eran hombres que no solo practicaban la violencia pero también habían sido víctimas de ella en tiempos tempranos. De hecho, una gran contradicción percibida en este último taller fue constatar que a pesar de sus experiencias infantiles dolorosas, entre las cuales presenciar la violencia practicada por sus padres hacia sus madres, estos hombres eran violentos con sus parejas y más, que estas prácticas les producía mucho mal estar. (Padilla, 2006:13)

Familia y desigualdad

Para mejor comprender un asunto tan complejo como la violencia hacia las mujeres en las relaciones domésticas, es necesario iniciar un recorrido a partir del análisis de la desigualdad decurrente de las relaciones de género en las familias. Según Burin (2004), género se define como “la red de creencias, rasgos de personalidad, actitudes, valores, conductas y actividades que diferencian a mujeres y a hombres”. Desde este criterio descriptivo “es que los modos de pensar, sentir y comportarse de ambos géneros, más que tener una base natural y variable, se deben a construcciones sociales y familiares asignadas de manera diferenciadas a mujeres y a hombres”. (Burin-Meler, 2004: 23) No es en la diferencia que se centra el problema, pero en la construcción basada en que estas diferencias generan desigualdades y jerarquías entre los géneros femenino y masculino y consecuente subordinación-dominación.
Estos paradigmas son aprendidos desde que se nace y es en las familias que encuentran su primer y gran difusor. Las familias son los primeros laboratorios donde se ensaya a ser niña o niño para después desempeñar los papeles de mujer y hombre en lo privado y en lo público. Las familias aportan para la manutención o cambio de las subjetividades y reciben desde la sociedad, expectativas y modelos que van moldeando un sistema de valores y creencias que orientan/definen un imaginario colectivo.
Siendo así, las mujeres incorporan un rol de subordinación a partir de sus relaciones de hijas-hermanas en temprana edad. De forma complementar, el niño varón aprende de inicio su “lugar” y ejercita su forma de ser varón en el espacio doméstico para después ocuparlo en lo público.
A pesar de la multiplicidad de posibilidades de construir una familia en América Latina, las relaciones basadas en modelos autoritarios prevalecen. En estos casos el abuso de la autoridad, en general fundada en la figura del padre o quien lo substituya, determina una jerarquía familiar que asigna valores diferentes a las personas dentro de las familias y va conformando un sistema de relaciones donde los “mas valiosos” tienen “mayor poder”. Así no existe democracia en la toma de decisiones y las comunicaciones se dan verticalmente: el que tiene más poder manda, las/os otras/os obedecen. Un escenario autoritario muy propicio para la violencia. “En este tipo de relaciones familiares, los niños aprenden que violentar a los más débiles es un comportamiento normal y que los abusos de poder corresponden a la ‘naturaleza’ humana”. (Zalaquett, 2005)
Niños y niñas que crecen vivenciando relaciones autoritarias, donde su participación es constantemente frenada y muchas veces de forma violenta, no desarrollan capacidades de opinar, de tomar iniciativas y no ejercitan su creatividad. A su vez, desde la colectividad muchas de las prácticas violentas son reconocidas como formas de educación, validadas y compartidas en otros espacios de convivo y socialización.
Fruto de esta dinámica de dominación-sumisión y menos-valía, los miembros “más débiles” tienden a justificar la violencia de su opresor “más fuerte” y a culparse por las situaciones vividas. Sin el apoyo adecuado, los daños emocionales causados por los malos tratos continuarán y “conducirán a estas personas a expresar a su vez el resentimiento, el enojo y el miedo contra otras personas con menor poder”. (Zalaquett, 2005) No por acaso y como ejemplo, crece en las escuelas de las grandes ciudades un tipo de violencia relacional desde uno o más alumnos/as “fuertes” para con uno o más alumnos/as “débiles”, llamada Bullying.
Las relaciones de desigualdad y jerarquía genérica en las familias autoritarias se basan en los roles establecidos en la cultura patriarcal que, a pesar de vividas por “individuos concretos no empieza ni termina en ellos, si no que forman parte de una cultura hegemónica, la cual consiste en un sistema de valores, actitudes y creencias que sostienen un orden establecido y los privilegios de quienes detentan el poder, en este caso los hombres”. (Padilla, 2006: 18). Es esta cultura que aún favorece la organización y distribución sexual del trabajo, donde el hombre es el que se ocupa de las tareas productivas, relaciones sociales y de poder (público) y a las mujeres le caben las tareas de cuidado del hogar (privado).
A pesar de los cambios en las configuraciones familiares y la diversidad de posibilidades de ser familia - en especial a partir de la segunda mitad del siglo pasado, donde la salida de la mujer para ocupar espacios en el mundo del trabajo entre otras variables, ha aportado substancialmente – recaen aún sobre estas las responsabilidades de las tareas llamadas de reproductivas, de las cuales hace parte la crianza de la prole.
Desde el psicoanálisis, especialmente a partir de Freud, diferentes corrientes y expertos sustentan la importancia del papel de la madre en el desarrollo psico-social saludable de niñas y niños. Pero no solo la madre tiene un rol fundamental. Según Meler (2004) fue Nancy Chodorow (1978) una de las primeras a señalar la importancia del compartir la crianza entre padres y madres y señala que la identificación femenina para las niñas se da a partir de un modelo accesible y que para los varones la identificación masculina se da a partir del discurso materno, de los escasos contactos relacionales con progenitores masculinos (modelo: madre presente – padre ausente en el cotidiano del hogar) y de mensajes provenientes de los medios de comunicación (Burin-Meler, 2004:279) al que más tarde se sumarán referentes de grupos sociales mas amplios (escuela, grupos de pares, etc.). En este modelo se constata una fragilidad en el proceso de identificación del varón – denominado “posicional”- en relación a la constitución de identificación de las niñas – denominada “relacional”- que resulta de la cotidianidad y de la mayor posibilidad de acceso al capital humano de las madres (Burin-Meler, 2004: 279). Anclada en la presencia - oportunidad de acceso – materna o en la ausencia paterna, niños y niñas van construyendo sus masculinidades e femineidades.
Viviendo en familias autoritarias y violentas, donde las diferencias entre géneros marcan acentuadas desigualdades, a las niñas se les enseña la fragilidad, la sumisión, el servir. Viendo a sus madres ocupar este rol, crecen desarrollando su “sensibilidad” como sinónimo de fragilidad y a aceptar su lugar subalterno dentro de las relaciones de género, lo que las coloca en una situación de mayor riesgo y vulneración. Por otro lado, el niño crece con referentes y presiones que lo llevan a mostrar su masculinidad por la fuerza y la violencia, siéndole prohibido cualquier sentimiento de tristeza, miedo o inseguridad, ya que “los hombres no lloran”. A su vez también no pueden demostrar los afectos por sus seres queridos, porque el mundo de los sentimientos es “exclusivamente femenino”. “Los estereotipos de género se fundamentan en la misoginia, es decir, en el rechazo de lo femenino que se asocia a lo débil/sumiso y en el ensalzamiento de lo masculino que se asocia a lo fuerte/violento”. (Zalaquett, 2005) Es así como se van construyendo y perpetuando las “menos valía” de la mujer y la “superioridad” de los varones.

Caminos para erradicar la violencia doméstica

La educación, el sistema de creencias y valores de las madres, así como sus capacidades de crítica y negociación, bien como las oportunidades de acceder a referentes que aporten nuevas posibilidades de ver y verse en el mundo, hacen parte del capital humano que permitirá la manutención o la confrontación de su rol subordinado, la consecuente formación de sus hijas e hijos y contribuirá para la posibilidad de construir – o no – relaciones conyugales más equitativas.
Pero no podemos imaginar que investir en las mujeres/madres sea una solución completa. Lejos de esto, si por un lado son ellas las principales responsables por la crianza de sus hijas e hijos, el hecho de “empoderarlas” no será suficiente y más, es un mecanismo que si de un lado “liberta” por otro refuerza su rol de única responsable por el cuidado y educación de sus hijos e hijas.
Por otra parte que es de los hombres? Víctimas del sistema que los coloca en el lugar del poder, no pueden sentir ni perder y para demostrar superioridad siempre “pueden” – o podían – hacer uso de la fuerza. Pero la lógica de la economía de mercado donde la competitividad y la “necesidad” de grandes márgenes de lucro han construido una relación salvaje y violenta entre las grandes corporaciones, los deseos de consumo, las escasas ofertas de empleo y la disminución de los sueldos, se hace cada vez más difícil cumplir con uno de los principales roles que les fue asignado en la cultura patriarcal: el proveer del hogar. Además la violencia doméstica ya no es algo “tan permitido o natural” y hasta prohibida en algunos países que ya cuentan con leyes que la penalizan. Los medios de comunicación viven transmitiendo “formas de ser” hombre – y mujer – que muy pocos pueden llegar a alcanzar. El dominio del mundo público no es más prerrogativa masculina. Aún lejos de concretizar la deseada equidad, las mujeres cada vez más ocupan los espacios de decisión y poder. Sin que les sea permitido sentir y expresar sus sentimientos, no es difícil encontrar hombres que busquen en el alcohol y/o en la droga una forma de validación para expresarse y relacionarse de una manera diferente.
Existe una tónica común en los reclamos de las mujeres que visitaron los CEM en Perú y los hombres de los grupos visitados por Padilla en Chile y México: prácticas de violencia y afecto no son necesariamente antagónicas. Es una ilusión pensar que exista incompatibilidad entre violencia y amor. Es necesario que se deje de lado el romanticismo que construye rutas utópicas e impide que se enfrente la realidad: violencia y amor pueden coexistir, quizá no por mucho tiempo, pero no es, de lejos, una convivencia imposible. Comprendiendo esto resulta más fácil entender que muchas de las mujeres víctimas que recurren a los servicios de Perú así como muchos de los hombres agresores que participan de los grupos de ayuda, quieran a sus compañeros y compañeras. Lo que no aceptan estas mujeres es continuar con la violencia y lo que les falta a estos hombres es comprender que existen formas más democráticas de relacionarse en pareja y que esto no los disminuye como hombres y más, que los aproxima a sus familias. Quizá, a partir de una nueva comprensión de las masculinidades, discursos y prácticas pasen a ser más acordes y disminuyan tanto la violencia cuanto el malestar que resulta de los actos violentos.
Utilizar un sistema exclusivamente punitivo – no que la punición cuando justa no sea necesaria y urgente – no garantiza una transformación en las prácticas abusivas y violentas, más bien las fomenta y contribuye, de cierta forma, para mantener o esconder el problema.
Un hombre comprobadamente violento y abusivo, además de la punición según las reglas y el sistema de justicia de cada país, debe tener a su alcance oportunidades de reflexionar sobre su masculinidad y sobre su posición y postura en relación a cada uno de los miembros de su familia y frente a la sociedad de la cual toma parte.
De esta forma podremos ofrecer oportunidades para que se tornen nuevos hombres, nuevos modelos de padres y esposos y dar reales alternativas para que las parejas puedan continuar o no con su relación, ahora desde una perspectiva más equitativa y pacífica.
Y cual es el rol que le cabe a los servicios de atención a las víctimas de violencia doméstica? Garantizar derechos, proteger y posibilitar el desarrollo de relaciones personales protectivas, escuchar y aprender, abrirse para ofrecer atención al agresor y principalmente, recordar constantemente que son servicios de defensa de derechos humanos y como tales no pueden actuar como jueces o verdugos y que aquí también vale el principio de congruencia entre discurso y práctica, en especial si se desea como logro relaciones basadas en la paz y la equidad de género. Suceso!

Bibliografía

Padilla, Miguel Ángel Ramos (2006). Masculinidades y violencia conyugal. Experiencias de vida de hombres de sectores populares de Lima y Cusco. FASPA/UPCH, Lima – Perú
Corsi, Jorge (comp.) (2006). Maltrato y abuso en el ámbito doméstico: fundamentos teóricos para el estudio de la violencia en las relaciones familiares. Paidós, Buenos Aires. 1ª ed. 2ª. reimp.
Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (2006). Estado Mundial de la Infancia 2007.La mujer y la infancia. El doble dividendo de la igualdad de género. UNICEF, Nueva York
Burin, Mabel y Meler, Irene. (2004) Varones. Género y subjetividad masculina . Paidós, Buenos Aires
Instituto Salvadoreño para el Desarrollo de la Mujer (2005). Estadísticas del programa de saneamiento de la relación familiar. El Salvador, ISDEMU
Zalaquett, Mónica (2005). La urgente necesidad de democratizar las relaciones familiares. Trabajo presentado en el II Congreso Mundial sobre los derechos de las niñas, los niños y adolescentes. Lima, Perú.
Martínez, José Ma. Avilés(2002). Bullying. Intimidación y Maltrato en el alumnado. STEEE – EILAS. In : http://www.xtec.es/~jcollell/Z8Links1.htm
El Mundo (Internet). Diccionario de español en versión electrónica del periódico El Mundo, Madrid/ España en: http://www.elmundo.es/diccionarios/

Gabriela Schreiner - Marzo de 2007 – original presentado en la Pre-Jornada de Bioética y Salud de la Mujer – 07/03/2007 – UNIFE – Universidad Femenina del Perú – Lima/Perú